Es curioso como una simple canción consigue activar una red neuronal de recuerdos, ver cómo te empuja a recorrer a la inversa un camino mental grabado hace muchos años, hacerte sentir momentos alegres y divertidos de tu vida y a la vez poder percibir un sabor con notas más ácidas que dulces.
A Estefanía le encantaba escuchar a Phil Collins, la canción “Another Day in Paradise” la escuchaba mientras dejaba volar su imaginación mirando las luces de Barcelona desde la ventana de un cuarto piso que compartía con su prima. Un edificio en un barrio humilde, pero con buenas vistas debido a que aquellas viviendas estaban situadas en lo alto de una loma.
No recuerdo la ubicación, pero sabría dibujar el plano de aquella vivienda ambientada en los años ochenta. La entrada correspondía directamente con un salón comedor no muy grande que se repartía a su vez en cinco puertas: cocina, dos habitaciones, un aseo y otra puerta que, a priori no intuía a que estancia daba paso, pero que más tarde descubriría.
Ahora os contaré cómo el secuaz del maldito Roy acabó durmiendo en el cuarto de las escobas.
A tres días de nochevieja de 1997, con mis diecinueve años medio cachitas, la experiencia de unos meses de carné de conducir y un reluciente coche de segunda mano, mi amigo Roy y yo íbamos camino a la capital catalana.
Una semana antes y no sé muy bien de qué forma surgió un improvisado viaje a Barcelona, allí tendríamos alojamiento según manifestaba Roy, en casa de unas primas suyas previa consulta.
Roy era mi compañero de puerta de “La Misión”, el mítico Pub del casco antiguo que por aquel tiempo era la esencia del ocio nocturno alicantino.
Existen dos tipos de buenas personas: las del estilo Gandhi o a la Madre Teresa y los que son buena gente porque “no han matao a nadie”. Bien, pues mi amigo y compañero de batallas era de los del segundo grupo, una persona preocupantemente extrovertida, alegre, de esas personas con las que pasas un buen rato y echas unas risas. Dominaba varios idiomas, original de Guinea por lo que era bastante más moreno que yo, y digo era, en pasado, no porque ya no esté en el reino de los vivos, sino porque las circunstancias respecto a esa amistad cambiaron.
¿Por qué seguir siempre el guion? A veces es hasta sano saltarse alguna norma y en honor a esa juventud moderadamente rebelde que tuve, voy a empezar por el segundo día de estancia en Barcelona y no por el primero.
Sabía que era la hora de levantarme de la cama por la alarma de mi reloj de pulsera. Tan pronto como desperté me vino a la mente el flash de porqué dormí en aquel sitio. El único haz de luz que se filtraba en aquel cuarto lo hacía por debajo de la puerta y un aspirador colgado en la pared con un enorme tubo gris que tenía al lado parecía darme los buenos días. Al encender la luz lo primero que impactaba en la vista era un bote de espray de Pronto, paños, varias botellas de diferentes lejías, Cristasol, friegasuelos de colores, cajas y otros enseres de poco uso. El olor del conjunto de todos esos productos apenas parecía notarlo, eso sí, la cama, aunque humilde, todavía desprendía fragancia a ropa limpia.
Desayunamos nuestro vaso de leche con Cola Cao y algo de bollería que habíamos comprado el día anterior, y nos pusimos en marcha, había muchas cosas por ver.
En los dos días de estancia recorrimos las calles de Barcelona, vimos de pasada la Sagrada Familia y en la famosa Rambla nos mangaron unas gafas de sol de la marca Oakley muy valorada entre los jóvenes como nosotros por aquellas fechas.
Por la noche nos acercamos a un garito de moda de lo más concurrido, recuerdo que Roy me dijo que se llamaba “Jamboree”, en la cola para entrar y con unas veinte personas delante, ya intuía que no nos iban a dejar pasar, nuestro aspecto era muy diferente al resto. Solo digo: diferente.
En efecto, llegamos a la altura del gorila que hacía el cribado (ojo que nosotros también éramos del gremio), y con una mano a la altura del pecho de Roy, le indica que no podemos pasar.
Jamás vi achantarse a Roy, además era audaz y rápido de ingenio. Cuando empecé a oír dirigirse en inglés al gorila de la puerta, comprendí perfectamente la estrategia. Yo apenas entendía cuatro palabras mientras mi amigo se expresaba con total desparpajo. Sí, bien visto podíamos pasar por extranjeros de “vete a saber qué lugar”. Mi único cometido en esos instantes: poner cara de estar de acuerdo y asentir con la cabeza cuando Roy parecía buscar mi aprobación con sus gestos.
Después de una acalorada discusión con marcado acento inglés y aunque no la comprendiese del todo, parecía estar bien claro, no íbamos a pasar. Así que no me podía quedar sin mi leve y sarcástica venganza, aunque corriésemos el riesgo de salir a hostias.
Roy me miró y sin decir palabra se encogió de hombros resignado.
¡¡¿Qué… , no ha colado verdad?!!- Le dije en voz alta, en castellano cervantino.
¡¡No macho, no ha colado, joder!!- Contestó Roy tratando de contener la risa.
Mirando la cara de perdonavidas del ajusticiado, aquella noche se nos apareció la Virgen.
Algo más hicimos por la ciudad, pero no lo recuerdo.
Y ahora, rompiendo ese orden cronológico, vamos al primer día, el día que conocí a Estefanía.
Llegamos a casa de sus primas en torno a la una de la tarde, como quién llega a un hotel. Después de dejar las pertenencias de aquella manera en el salón, llegaban las presentaciones.
Roy ya me había puesto al día durante el trayecto. Él les llamaba primas, aunque fuesen en realidad familia lejana. Me había advertido que Estefanía era muy guapa pero que la otra prima de la cual lamento no recordar el nombre, ya estaba “reservada”. Básicamente me dijo: tu puedes tirarle los tejos a Estefanía, pero con la otra tengo yo algo. No dijo, pretendo tener algo con ella, sino, tengo algo con ella. No he visto persona más segura de sí misma ligando que a Roy, era un auténtico artista y no voy a desvelar aquí sus aventuras, pero diré sin duda que a Roy no le podía aleccionar nadie.
En efecto, Estefanía era guapísima. Teniendo en cuenta que entre mis gustos no se encuentran las chicas de raza negra, ella era muy atractiva, tenía una sonrisa sincera y radiante, unos ojos preciosos y unos rasgos más septentrionales que africanos. Tenía el pelo hecho a finas trenzas, una piel tersa, y una figura escultural, aunque era lo normal, ella tenía los mismos diecinueve años que yo.
El olor a guiso llegaba al salón, era la hora de comer y estábamos invitados. Fue un tiempo para conocernos un poco más y quizá para ir labrando un camino con Estefanía. En esos momentos pudimos comprobar que la “otra” prima cocinaba de maravilla, había preparado un guiso de carne que todavía recuerdo por lo delicioso que estaba.
Salimos de casa después de la sobremesa a dar una vuelta, las primas se tenían que quedar para estudiar no recuerdo qué.
Decidimos ir a la Villa Olímpica, recorrimos el puerto, y aunque en aquellos tiempos no tenía tanto interés por la arquitectura, tampoco se me pasó por alto lo diferente que era respecto a Alicante. Se trataba del primer barrio marítimo de Barcelona reestructurado con nuevos estilos arquitectónicos con el objetivo de modernizar este sector urbano y adaptarlo a los juegos olímpicos de 1992.
Ya atardeciendo nos animamos a jugar un rato en un salón recreativo de aquel puerto. Mientras yo jugaba a un videojuego, Roy se dedicaba a hacer canastas con una pequeña pelota de baloncesto. Resultó que el muy canalla no solo era bueno en ese juego, sino que además ganó un peluche enorme que decidió a llevar como regalo a su prima. En ese momento pensé que era una idea acertada tratar de hacer lo mismo y llevarle otro a Estefanía, pero como yo no era tan hábil en el juego, me tocó algo más simple.
Calzado estilo Panama Jack, un pantalón negro con bolsillos a los lados, una chaqueta de pana de las de forro interior de borrego que tan de moda estaba en Alicante y que tan hortera resultaba en Barcelona y una gorra de Kangol completaban mi atuendo. No recuerdo cómo vestía Roy, pero iba en la misma línea.
Si con nuestro aspecto poco habitual por aquel entorno ya dábamos la nota, ahora imagina a Roy, negro como el tizón con un oso de peluche blanco enorme sobre sus hombros y a mí con un mono bajo el sobaco.
Eso es lo que me tocó; un mono peludo marrón oscuro, con las manos y la cara de escay de color negro, expresión de mala leche y unos ojos saltones que parecían clavar la mirada. En cuanto al tamaño, era tamaño mono, sin más.
La mitad de mi reino por tener inmortalizado aquel momento, hubiese sido la foto finalista de cualquier concurso. Éramos el centro de todas las miradas y no era para menos.
Tuvo que pasar primero el peluche de Roy por la puerta y luego él, así que se lo dio a su prima nada más llegar. Y no le debió ir nada mal con la prima, pues poco después el ruido de reformas en el cabezal de la cama y algo similar a unos aplausos confirmarían el éxito.
En mi caso la situación todavía iba a la deriva, pero no tardaría en tomar un rumbo claro. La habitación de Estefanía era grande y la cama también, ocupaba casi un tercio. Sobre la cama y entre algún beso que ambos compartíamos con timidez, me dijo lo de aquellas vistas desde su ventana y que las pequeñas luces de la ciudad, por algún motivo, las relacionaba con las canciones de Phil Collins.
Hicimos una pequeña pausa, ella tenía que ir al aseo y fue entonces cuando aproveché para sacar el peluche de la bolsa y meterlo dentro de las sábanas y entre la almohada, valiéndome de que la cama ya estaba algo deshecha. Por supuesto, con la mejor intención de darle una sorpresa.
Al retomar la conversación, le digo que le había traído un presente para ella, pero que no era nada, una tontería…, metí la mano entre las sábanas tirando a continuación de aquel peluche. Comenzó a salir el brazo peludo. Los ojos de Estefanía se hacían grandes conforme iba apareciendo tan sólo una fracción de brazo y me rozó la idea de que quizá no fuese de su gusto, pero cuando apareció de golpe todo el mono, dio un súbito salto hacia atrás. El grito fue tan desgarrador y agudo que atravesó todas las capas de mi cerebro insertándose en la amígdala y hoy 24 años después, todavía soy capaz de oírlo en las noches de tormenta.
Aquello confirmó mis sospechas de que algo no iba por buen cauce y que quizá no fuese el hombre más romántico del mundo. Con las vivas expresiones de asombro, miedo, terror o asco que yo había visto en mis diecinueve primaveras, ésta no la tenía catalogada.
Así que no solo no hubo fuegos artificiales, sino que ya sabéis donde me toco dormir.
Salimos a medio día de camino a Alicante, era 31 de diciembre de 1997 y teníamos que trabajar aquella nochevieja en el garito. Durante el trayecto; conversación y resumen de lo acaecido, el sol a nuestra derecha, volvía a sonar en la radio Another Day in Paradise, y en el asiento de atrás un mono que no me quitaba ojo.