(Parte 2 de 2)
Hacía poco que había adquirido una embarcación de sólo seis metros de eslora, era una pequeña lancha impulsada por un motor fueraborda de 90 cv.
Yo no paraba de darle vueltas al asunto, quería sacar aquella reliquia, lo deseaba con toda mi alma.
En definitiva, convencí a mi primo para una nueva inmersión, esta vez desde mi buque*.
*Ya sé que suena gracioso, pero según el reglamento de abordajes (RIPA); la definición de buque es toda embarcación que tenga gobierno. En resumen, abarca a casi toda cosa que flote y se pueda manejar.
En mi mente excusas de todo tipo que justificaban sacar el ánfora de sus arenas: ¿sería casualidad del destino el hallazgo?, pues en el lugar, aunque estuviese apartado del yacimiento, no debía quedar ninguna pieza entera. Quizá si la sacaba, la podría rescatar de una posible destrucción. Sí, porque en el lugar fondeaban las embarcaciones sin ningún tipo de miramiento, y era muy probable romper cualquier pieza cerámica con el garreo de un ancla.
Las seis de la mañana y un frío como para replantearse lo de lanzarse al agua. Todavía era de noche y empezamos a cargar el equipo en la embarcación amarrada en el puerto de San Gabriel. Nos acompañaba un ayudante jubilado muy hablador, rechonchete y simpático; pertrechado con aparejos de pesca, con el sombrero redondo típico de pescador de caña y con el estilazo vintage de los años setenta: mi tío Norberto. Que era capaz de apuntarse a cualquier cosa con tal de joderle los planes a la fea monotonía.
Salimos de puerto; a babor dejamos el faro que indica el final del espigón y ponemos rumbo a: “Nocaereenelerrordeponerubicación” (jajaja, ruego que me perdonéis).
Llegamos al punto, mi tío se predispone a preparar sus cañas además de colaborar con nosotros. Con toda la indumentaria puesta abrimos grifos de las botellas de aire y: ¡ZASS!, ¡Al agua!
Visibilidad del agua: ¡no te podías ver ni las aletas! Por suerte mi primo Carlos hizo cursos de orientación con visibilidad reducida, y con ayuda de una brújula llegamos a duras penas al punto de los cascotes, retomamos la ruta hacia el ánfora y, nada, no había forma de encontrarla.
Era como bucear en una sopa de verduras. Nos llevó un tiempo hacer un barrido visual en cuadrantes. Ese tiempo se tradujo en consumo de aire hasta que prácticamente dejamos a cero las botellas y tuvimos que regresar sin haber localizado la reliquia.
Llegando a la embarcación se podían ver las dos cañas que plantó mi tío en sus correspondientes cañeros de popa. Él nos ayudó a subir parte del equipo, y una vez arriba le pregunté por cómo se le había dado la pesca; mi tío, muy pálido, respondió que no había pescado nada y que se encontraba algo mareado. De esta forma dimos por finalizado el segundo día de búsqueda.
Varios días después nos encontrábamos en el mismo puerto; los mismos personajes de la aventura y en la misma franja horaria poniendo rumbo al lugar descrito. Esta vez cada uno llevaba dos botellas de aire, una de ellas la dejaríamos en la embarcación como reserva. Y mi tío cambió su estrategia de pesca con la esperanza de timar a algún despistado pez. En definitiva, cada uno tenía un objetivo.
El agua tenía mayor visibilidad. Como indicador: veíamos algo más allá de las aletas.
Carlos llevaba su brújula en la muñeca e iba trazando el rumbo hacia los restos sumergidos. Esta vez, nos encontrábamos en el lugar mucho antes que la anterior vez, y no tardamos mucho en dar con la deseada reliquia. ¡Allí estaba!, medio mimetizada con el entorno de arena y justo como la dejamos, en aquel desierto de dunas sumergidas.
Empezamos a apartar la arena de encima con cuidado, después, poco a poco íbamos destapando los costados. Puede que parezca una maniobra fácil, pero la arena estaba muy apelmazada y costaba trabajo, teníamos que ir parando porque llegó un punto en el que no veíamos nada, así que el consumo de aire ascendía y la aguja que indicaba la presión de la botella descendía en picado.
Cuando creí tener aquella vasija un noventa por ciento liberada de la arena, saqué de uno de los bolsillos de mi jacket una “boya deco” con su correspondiente carrete de cuerda. (Estas boyas indicadoras se suelen usar en caso de una eventual emergencia durante la práctica del buceo, hinchándola directamente con aire del regulador. Resulta una operación algo arriesgada puesto que una vez se lanza llena de aire hacia la superficie, ésta sube con mucha fuerza, pudiendo arrastrar a un buzo hacia la superficie si se enganchase el carrete… Y, creo que muchos saben lo que le puede ocurrir al buceador que asciende súbitamente con la inoportuna Ley de Boyle en vigor).
De esta forma y según el plan trazado en tierra; despliego la boya deco con un margen de un metro de cuerda aproximadamente y hago un nudo en una de las asas del ánfora.
Insuflando aire con el regulador, voy calibrando tener algo de tracción en la cuerda al tirar la boya hacia arriba, pero sin pasarme.
De repente Carlos me zarandea indicando con el barómetro en mano que se nos acaba el aire. Teníamos que regresar a cambiar las botellas, pero en ese momento, no sólo quedaba descubierta el ánfora, sino que además tenía un llamativo indicador de la situación alzado sobre ella. La zona no era frecuentada por buceadores ni pescadores, pero me preocupaba dejarla en esa situación.
Aleteamos en sentido sureste hacia mi tío y su empresa de pesca, hasta que tuvimos que emerger por falta de aire y continuar el trayecto por superficie.
Para nuestra sorpresa divisamos lo que nos parecía un aficionado a la pesca submarina cerca del espigón y adentrándose cada vez más en dirección a los restos del milenario naufragio. Empezaba a preocuparme y mucho. Si esta persona daba con el ánfora estaríamos probablemente j#did#s.
Subimos lo más rápido que pudimos a la embarcación y cambiamos las botellas. Mi tío parecía algo mareado, pero no podíamos perder ni un segundo. Otra vez al agua y a aletear enérgicamente rumbo opuesto al de salida.
El estrés ya era palpable y no observábamos por el espigón al dichoso merodeador. Aquello alimentó la incertidumbre puesto que se podría haber desplazado a la zona del ánfora. El corazón me iba a mil por hora. Tenía que relajarme porque con ese ritmo cardíaco no me duraría mucho el suministro de aire.
Ahora que lo pienso en frío, menuda tensión hice pasar a mi primo Carlos…
Visible a metros llegamos al ánfora, no se observaba a nadie en los alrededores y comenzamos a rascar la parte final de aquel recipiente para liberarlo. Nos dimos cuenta de que faltaba un trozo, el pico de la parte del fondo con el que se clavaban las ánforas en la tierra; en su lugar había un pequeño agujero. El trozo que faltaba no aparecía debajo de la arena donde se suponía que debía estar.
La vasija estaba llena de arena y la casualidad hizo que la tara que presentaba en su fondo nos ayudase a vaciar el contenido. A medida que se izaba, iba desprendiendo la arena de su interior. Era un espectáculo semejante a contemplar un gran reloj de arena midiendo una secuencia de tiempo. Tiempo que quedó grabado en mi mente como epílogo de aquella historia.
Después de conseguir una flotabilidad neutra, condujimos la reliquia hasta la embarcación. Allí subimos el ánfora con la débil ayuda de mi tío, que se encontraba muy pálido, pues al parecer lo único que consiguió pescar fue una “merluza como un piano”, llegando a echar la papilla por estribor. Pobre tío, tenía mala cara y eso que dijo que se encontraba mejor que momentos antes…
De esta forma; con todo el equipo a bordo, el ánfora debidamente acomodada en el cofre en el que llevaba todo el equipo de buceo y acolchada con el traje de neopreno, mi primo Carlos, el pescador de merluzas del norte y yo, pusimos rumbo a casa con la mochila de vivencias personales y emociones bien cargada.
Semanas más tarde y condicionado por la sensatez y honradez de mi primo Carlos, entregué el ánfora a las autoridades competentes.
De la reprimenda que me llevé a pesar de haberla entregado, mejor no hablar…
Mi primo Carlos es tres años mayor que yo, y desde pequeño fue un referente para mí. Tiene alma ecologista, un respeto profundo por el mar y por toda su biodiversidad, y desde aquella aventura estuvo datándose acerca del trabajo de la arqueología subacuática. Ahora siente una admiración total hacia los profesionales de esta materia.
Me encantan este tipo de aventuras, nos queda el recuerdo de esas emociones vividas.
A día de hoy, cuando coincidimos los tres, siempre sale el tema. Y siempre, más de una carcajada…
Los mayores tesoros son intangibles.
(Cualquier parecido de esta historia con la realidad, es una puñetera coincidencia).
Dedicado a mi padre con cariño por infundirme desde pequeño esa admiración y respeto al mar.