RECUERDO QUE…

Primeros de octubre, lunes, a las 19:00 horas, comienzo un curso de iniciación a la escritura creativa. De la primera clase salí entusiasmado y dentro del ejercicio para presentar a la semana siguiente había una poderosísima herramienta de motivación, la llave que hacía poner en marcha un motor casi imparable: el recuerdo.

Toda frase debía empezar con algo que sonase a «recuerdo que» o «me acuerdo de».

Quizá, de lo que no advirtió la profesora es, que este importante recurso tiene la capacidad de hacerte revivir momentos del pasado, de abrir cajas de emociones, y que luego…, luego lo tienes que volver a poner nuevamente en todo en su sitio…, y volver a cerrar las cajas.

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«RECUERDO QUE…»

Recuerdo que, siguiendo un orden más o menos cronológico, la luz del amanecer mediterráneo entraba por la ventana iluminando las cortinas y la cuna en la que estaba.

Recuerdo que tuve una infancia feliz y un televisor en blanco y negro con tres canales.

Recuerdo los adornos del árbol de navidad que tenían mis abuelos, era tal la intensidad de brillo y color de aquellas bolas de fino vidrio que llegaban a hacer daño a la vista. 

Recuerdo que el olor a canela, vainilla y caramelo lo inundaba todo cada vez que mi madre hacía esos deliciosos flanes de tamaño familiar.

Me acuerdo de la indescriptible felicidad cuando no teniendo piscina, mi hermano y yo nos sumergíamos en dos barreños hasta hacer rebosar el agua.   

Recuerdo que con todo esto que estoy recordando, no se me tiene que olvidar nunca ese niño que llevo dentro, que tan feliz era con lo más simple.

Recuerdo que me quedaba embobado aquellas noches de verano en un porche encalado en blanco con olor a jazmín y sinfonía de grillos mientras mi abuelo contaba historias con su perenne sentido del humor.

Recuerdo que la adolescencia era una amplificación exacerbada de las emociones, recuerdo con nostalgia que las hogueras marcaban esa transición al verano.

Me acuerdo de aquellas cangrejeras blancas que llevaba todo hijo de vecino y de lo pertinaces y puñeteras que eran las chinas que en ellas se alojaban.

Recuerdo que hacer once horas de jornada laboral en una fábrica llena de ruido y polvo durante seis años me hicieron no olvidar nunca que siempre tengo que esforzarme para mejorar una situación.

Me acuerdo de unos ojos que se abrieron por primera vez al mundo, sintiendo en mis adentros que era imposible querer con más intensidad de la que quería en aquella ocasión.  

Me acuerdo de momentos de la vida de los que no quiero acordarme, pero que en definitiva son solo procesos.

Me acuerdo de una casualidad que parecía imposible, de un sueño hecho realidad, de rejuvenecer de pronto, de la maravilla de poder sentir como nunca, de la sensación similar a sumergirte en agua helada y salir eufórico.

Me acuerdo, por no poder olvidar, de aquella sonrisa que iluminaba el alma, de una mente que escuchaba con el corazón y de una mirada que hablaba sin palabras.  

Recuerdo que en mi diccionario no soy capaz de encontrar la definición de aburrimiento, que me queda un largo camino por andar y mucho por aprender.

Recuerdo que la letra debe ser de once o doce, interlineado a uno y medio sin hacer trampa y de mantener siempre el mismo sentido del humor que mi querido abuelo, desde luego.

Recuerdo que el lunes a las siete tengo hora con mi aprendizaje y una cita con la ilusión.

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